CASTILLA, MANUEL J.
AGUA DE CHARANGOS

“La sombra se cerraba como un párpado lento”.
Margot Silva Sanjines
No sé si estás en La Paz de Bolivia todavía
donde te encuentro ahora desde lejos caminando
en la lluvia.
Siempre por arrabales altos pasabas melancólica
como yéndote al cielo.
No sé si estás pero tu voz perdiéndose caída
lame mi corazón como una lengua de agua, interminable,
y lo pone a tu lado y lo desapacigua igual que a
una kantuta
bajo el viento,
y tú dorada haciéndolo al otoño
y tus ojos
dormidos entre las hojas de la primavera.
Me vuelves con la misma tristeza de tus indios.
Me ves desde ellos con el tizne cegado de sus minas profundas
y un cielo en llanto moja tu piedad sin amparo, y sin sosiego.
Están las casas de abarrotes, pequeñas, con cosas
de vender y de juguete
y el ponche hirviendo en la vereda, en el alba
y sus cholas inmóviles, heladas, dormitándole al lado? ¿Perdura aún el polvo de los barrancos que pisábamos
y las quenas, al aire sus ramajes de vidrio,
en los bordes de la ciudad altísima?
Recuerdo que esa música se desenraizaba y te enlazaba
que entraba en tus cabellos como en un delta de
oro y los partía
y eras gozosa, entonces como la lluvia.
¿Contemplas todavía el rojo chorreante de los
diablos de Oruro,
su ascensión de alaridos a la tierra y sus dientes de espejos
reflejando por última vez el rostro del que será
mordido y devorado?
¿Por los charangos de Agua de Castilla pasa tu
sombra cristalina
y roza en el altiplano las breves flores celestes, distraídas?
¿Miras, alegre, alzarse las torres dulces de las
naranjas en las ferias,
los candados sin llaves cerrados para siempre?
No sé si estás y lo mismo me llevas hacia los
callejones de la noche.
Cuando amanezca se cerrará la sombra como un
párpado lento.

EL CABALLO MUERTO

Si tu cabeza no estuviera muerta
y el aire fuera libre pradería,
se dijeran los juncos que en la arena
está tu calavera todavía.

Para un caballo muerto en el otoño
entre senderos y bejucos claros,
florece el campo de hojas estrujadas
y crece un cielo de ojos de caballos.

Como una mano el costillar de azúcar
suelta en el aire pájaros oscuros.
Si el caballo sintiera, pensaría
que lleva niños a los cuatro rumbos.

La hierba que sus cascos apretaran
se torna mies y por sus ojos crece.
Y el caballo no sabe que a esa hora
hay un caballo que desaparece.

(“La niebla y el árbol”)

EL GOZANTE

Me dejo estar sobre la tierra porque soy el gozante.
El que bajo las nubes se queda silencioso.
Pienso: si alguno me tocara las manos
se iría enloquecido de eternidad,
húmedo de astros lilas, relucientes.

Estoy solo de espaldas transformándome.
En este ojos de las alas de las mariposas
un ocaso vinoso y transparente.
En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del
quebracho.
De mí nacen los gérmenes de todas las semillas
y los riego mismo instante un saurio me envejece
y soy leña
y miro por los llorando con rocío.

Sé que en este momento, dentro mío,
nace el viento como un enardecido río de uñas
y de agua.
Dentro del monte yazgo preñado de quietudes
furiosas.
A veces un lapacho me corona con flores blancas
y me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo
de la tierra.

Miro los cachos del banano,
veo arañar sus dulces dedos de oro
y en las sandías
los genitales verdes del verano llenan mi corazón
de poblaciones.
Siento que estoy tapado por luciérnagas
y que en mi pelo crece la niñez del relámpago.

Lo que pisa mi piel igual que arena lo traga para
siempre.
La sombra de los pájaros es como un agua negra que
acaricia mi nuca,
una hormiga me deja su ají breve en la boca
y me voy a los tumbos en la noche
por el agujereado camino de los sapos.

¿Quién me arrima la paz de la tortuga?
¿Quién desempoza el tiempo de su cáscara?

Soy el que por la piedra lechosa del quirquincho
bebe en miel las abejas
como el rocío maduro de la música.
¿A dónde irán mis ojos llenos de hojas?
¿Por dónde en ellos vagará el cielo yéndose?

Me mira Dios y sé que aquí, yaciendo,
lo estoy haciendo despaciosamente.

De cara al infinito
siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.
Si se me antoja, digo, si esperase un momento,
puedo dejar que encima de mis ingles
amamante la luna sus colmillos pequeños.

Miren mis ojos cuando yo estoy pensando a ver si es
que les miento.
Zorros la cola como cortaderas,
gualacates rocosos,
corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,
garzas meditabundas,
yacarás despielándose,
acatancas rodando la bosta de su mundo,
todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste
nada y mi alegría.

Después, si ya estoy muerto,
échenme arena y agua. Así regreso.

(“Cantos del gozante”)

EL TREN

Padre, ya viene el tren de Alemanía,
anúncialo tocando la campana,
ponte la gorra, cierra la ventana
que ya no hay nadie en la boletería.
Madre, ya viene el tren con su alegría
y el crisantemo de humo que desgrana.
No sé por qué te siento más lejana
cuando lo mira tu melancolía.
Oh padre, adiós perdido entre los trenes,
nadie despide a nadie en los andenes
donde no sé por qué yo siempre espero,
nadie despide a nadie hasta que un día
en un remoto tren de Alemanía
adolescente, con ustedes, muero.

ELEGÍA

Acaso tenga yo tu corazón ahora con la lluvia,
acaso dentro mío no seas sino un aire que llega con
mi propia voz y te recuerda,
algo que de mí mismo se prolonga en la tierra todavía,
un gesto que se hace sombra, un olvido arenoso.
Porque aún quedan cosas y cosas por las que estás volviendo.
Está un jardín con flores recién naciendo
y frutos que caen sordamente a la tierra,
y en el jardín prendida entre los árboles como una
telaraña gastándose
tu mirada en remanso.
Queda también la sombra de la madre aposentándose
cansada
sobre todas las cosas que han rozado tus ojos
y queda tristísima y amarilla una tarde cayendo entre
las plantas
con pájaros perdidos en el cielo.
Yo podría preguntarte de las horas que se espesaban
en ti como en un pozo,
de lo que ibas dejando en los amigos
de aquellos que les dabas
cuando en las noches el vino se bebía en lentitud risueña y por su veta ardida los pescadores, quemando los inviernos,
subían a la fábula y a su río celeste.
Porque en todo ello estabas. De sueño en sueño andabas,
de viaje en viaje sin emprenderlos nunca
pero volviendo de ellos.
Más allá de tus ojos, todo era claro para tu corazón
y la bondad se dejaba estar en tus ojos, silenciosa,
como una rosa en una mano.
Ahora que estoy solo iré a buscarte en la noche que
te pertenecía como una amante inolvidable.
Iré borrando huellas por los caminos verdes de la infancia
cuando el verano se derrumbaba sobre los niños de los ríos
y los enjoyelaba de bejucos morados.
En las granadas de la estación, abiertas, he de encontrar
tu risa temerosa;
en algún carnaval polvoriento me ofrecerás un vaso de chicha;
en algún pueblo solo, junto al río, vendrás cavando
las barrancas húmedas
buscando carne para las pescas largas llenas de vino
y de silencio.
Yo sé que he de encontrarte, ya niño distraído,
de cara al cielo de la siesta,
viendo pasar los animales del firmamento y de la tierra
y que han de tropezar mis manos con las tuyas en el
fondo del río
como dos ciegos que se buscan lejos de toda luz. De boca en boca nos hallaremos en viejos añonuevos
con la copa en la mano y una corbata nueva
tratando avergonzados de abrazarnos como dos
extranjeros.
Sí. Yo sé que todo esto que me pasa me volverá a ocurrir
porque esta voz que tengo a veces me sale con tu voz
y eres yo mismo
porque esta mano que te escribe es tu mano y tu
sangre es lo que va en mis venas,
porque este pelo y estos arrebatos son tuyos y hasta
es mía tu ropa,
y míos son tus huesos
y mío tu cansancio y tu dolor es mío,
porque todo es como una palabra que no me sale
nunca y se me muere en la boca para siempre!
(“El cielo lejos”)

ESTA TIERRA ES HERMOSA

Esta tierra es hermosa.
Crece sobre mis ojos como una abierta claridad
asombrada.
La nombro con las cosas que voy amando y que
me duelen;
montañas pensativas, lunas que se alzan sobre el
Chaco
como una boca de horno de pan recién prendido,
yuchanes de leyenda
en donde duermen indios y ríos esplendentes,
gauchos envueltos en una gruesa cáscara de
silencio
y bejucos volcando su azulina inocencia.
Todo eso quiero.
Y hablo de contrapuntos encrespados
y de lo que ellos paran virilmente sangrientos
cuando el vino en la muerte es un adiós morado.

Esta tierra es hermosa.
Déjenme que la alabe desbordado,
que la vaya cavando
de canto en canto turbio
y en semilla y semilla demorado.
Ocurre que me pasa que la pienso despacio
y que empieza a dolerme casi como un recuerdo,
y sin embargo, triste la festejo.

Mato los colibríes que la elogian
como quien apagara los pétalos del aire.
Hondeo como un niño ángeles y campanas
y cuando así, dolido, la desnudo,
cuando así la lastimo,
me crece, ay una lágrima en la que apenas si me
reconozco.

Digo que me le entrego.
Digo que sin saber la voy amando,
y digo que me vaya perdonando
y en un perdón y en otro que le pido
digo que alegremente voy sangrando.

(“Bajo las lentas nubes”)

LA CASA

Ese que va por esa casa muerta
y que en la noche por la galería
recuerda aquella tarde en que llovía
mientras empuja la pesada puerta,
ese que ve por la ventana abierta
llegar en gris como hace mucho el día
y que no ve que su melancolía
hace la casa mucho más desierta,
ese que amanecido, con el vino,
se arrima alucinado al mandarino
y con su corazón lo va tanteando,
ese ya no es, aunque parezca cierto,
es un Manuel Castilla que se ha muerto
y en esa casa está resucitando.
(“Posesión entre pájaros”)

LOS ÁRBOLES

Ahora digo
limpio de corazón,
los ojos puros,
el nombre de los árboles de la tierra que habito,
su alta serenidad, su lenta sombra
y su resina cristalina y triste.

Yo voy a la madera y de ella vengo
doblado en luz, quemado en arenales,
con una sombra más entre los brazos
como quien se recuerda con el alma del aire.

Vengo desde las vigas
cenicientas, caídas, asoleándose
con la baba brillosa todavía de los bueyes
y de la semilla de los naranjos viejos
sembradas por carreros en Orán y por loros
sobre un camino solo y sin regresos.

Desde allí,
desde el yuchán panzudo
donde los peces miran su memoria de limo
cuando los sapos rezan a la tierra,
desde los urundeles serenísimos
quema la voz alzada de chaguancos y tobas
en el baile que muele maíces y dolores.

(¡Oh, pura levedad de los chañares!
¡Oh, doliente algarrobo,
sobre tu pensamiento los hermanos
siguen muriendo para hacerse pájaros!)

Si es que digo quebracho y digo brea
viene la sangre con sus polvaredas
y vienen los abuelos pensativos
doblados en la sal, juntando leña,
sobre la costra ardida que le crece a Santiago
del Estero.

Vengo desde el laurel que huele como el hombre,
desde el fondo del cedro donde dormita el rosa
su amanecer de greda
y de los guayacanes donde comienza el ébano.

Vengo de allí, desde sus hojas vivas,
desde el incendio en paz de los lapachos
cuando los tarcos pierden un tierno olvido lila.

Yo sé de sus raíces
por donde Dios camina lleno de barro y savia
ciego y doliente, pero jubiloso.
Yo sé de sus veranos interiores
y de los vendavales cuajados en sus vetas
cuando el hombre era apenas
un blando mineral sobre la tierra,
una tierna memoria enamorada.

Voy a sus huesos verdes
bajo el solazo que tritura cañas;
me pierdo por la sombra rota de las papayas
de cuyos frutos pende
el semen de todas las primaveras venideras;
me entierro entre bambúes
y por los molles lloro
y en las orejas negras del pacará que trepo
oigo los pasos de agua de los que están viniendo
desde la aún callada certitud de la vida.

Voy a sus huesos verdes
con un iluminado destino de semilla.
Entonces mi alegría se arrodilla en el fruto
donde se cumplen dulces agonías.

(“La tierra de uno”)

MIMOS

Vienen desde la niebla negra
del silencio
por las hebras de las telarañas, hundiéndose
y estallan en el aire
como las flores en la noche.
Y ya son.
Ahora pescan en el agua del aire
y colea el pez su plata entre el hilo y las manos
hasta que el pez se aquieta y muere ahogado.
El pez de nada.
Y después,
un peldaño y un paso,
un paso y un peldaño
y lana la escalera que no acaba, llevándolos,
llevándolos,
llevándolos.
En curvas y ademanes vegetales
se apagan.
Cuando la sombra empieza a abandonarlos
y arrastra su agua oscura,
quedan de pie, como ciegos lechosos, sin moverse
hasta que caen sus máscaras al profundo infinito.
Nos mira entonces, sin cabeza, la noche.

MUJERES DE NEGRO

A veces me vuelven pueblos a los ojos,
pueblos de mi provincia, solos. Casi remotos.
Pueblos que mi memoria reconstruye
ciñéndolos con esa melosa lentitud que ellos han dejado
en mis manos.
Hay noches turbias de tanto polvo, digo, en que miro
esas cosas.
Entonces no sé si lo que veo viene desde el recuerdo o
si todo eso es cierto.
Son callejones de tierra gris,
tardes con muchachas de pelo oscuro y húmedo.
Eso.
Y algo más también que derrumba sus latidos.
Claro, yo digo pueblo cuando casi me olvido
de ese ocaso de un lunes tiznado de recordaciones.
Era en el cementerio de Las Lajitas, dentro del monte,
en Salta.
Las mujeres de negro, sentadas al lado de las tumbas,
quedaban.
(Yo las vi en el crepúsculo, junto a sus muertos,
alzar la tierra de a puñados
y dejarla caer desde sus dedos como una caricia inútil y suave y tardía).
Era un recuerdo largo todo eso.
Eran vivos dedos de polvo deshaciéndose.
Un tiempo que llegaba desde la misma muerte que velaban.
Un jugar despacito, de niño solo,
un enterrar, penoso, sus propios pensamientos, sus lágrimas,
sus venideras flores en esa tierra
a la que si se le llora encima florecía.
Volcadas toda la tarde sobre sus muertos las mujeres de negro.
Sombra pesando sobre el propio recuerdo.
Y un viento llevándose como briznas las lágrimas de
ese lunes arriba, por los quebrachos blancos.
Esa tristeza que uno no sabía si era melancolía o simplemente
un ver como si nada los ojos de la nada.

SUELO SENTIR LA VIDA

Suelo sentir la vida echándose en mis hombros.
Que lo que ella me entrega se me vuelve hermosura
y voy alegre por mi provincia como si dentro el
sueño me mojase la lluvia.
Parece que mi cuerpo fuera andando enmelado
y todo lo que he visto lo estuviera llevando para
sembrarlo lejos
igual que una semilla pegada a los caballos
vagabundos.

Ayer pasé majando el lila del crepúsculo
y anduve largamente rodeado por la luz despedida
del olvido
y cuando me quedé en la baba de los bueyes
echados y pastando
entré a la tierra como una araña por su tela,
apedreada.
Como toda la savia me rozaba por dentro
desde la flor dorada de los sunchos de abril trepé
en néctar y abejas
y endulcé arriba el silencioso caracol volando de los
cuervos.
Me fui por la Quebrada del Toro, pedregosa,
y herido por las pencas
dejé tras gota floreciendo los pastos de las cumbres.

Todo está ahora como viniendo desde mi júbilo.
El cielo en los corderos espumosos y su morado
duro en las ciruelas,
la corona de la granada sin su reino pequeño y
destronada,
las llamas que me miran con su distancia de salina
dormida,
la sensitiva que oye si le hablan antes de tocarla,
y se cierra,
el hombre que en el monte ve dormitar el fuego
y lo tapa en el alba con su propia ceniza pensativa
y que después, si canta, queda como yo estoy ahora,
iluminado,
soltando de sus huesos asustantes faroles en la noche.

Como soy vida verde mi arrimo por la coca hasta
los labios de las adivinas,
me ahogo en sus presagios que me quieren matar y
larga buena suerte.
Después, metido en el pecho dorado de los días, toco
el viento.
Parece que naciera de las crines de un potro,
que fuera, joven, un río de sauces soterrados que
trepa
y cae desde los temblorosos caudales de mi savia a
la tierra.

Suelo sentir la vida echándose en mis hombros.