GARCÍA SARAVÍ, GUSTAVO
A ROBERTO THEMIS SPERONI
Adiós poeta, sauce, compañero,
aviador de las sílabas, navío,
adiós laurel, faisán, amigo mío,
inventor de la seda, panadero.
Adiós balcón, atardecer, madero
y redención de la palabra, estío,
honor de la cordura, desvarío,
adiós huemul, ramaje, jazminero,
fundador de las letras, voladura
de la realidad y el mundo, buzo,
niña, rubí, relámpago, blandura
de la dureza. Adiós, única suerte
del hombre, adiós fragilidad, abuso,
poema, llanto, lujo de la muerte.
ACERCA DE MI NACIMIENTO
Parece ser que estoy aún adentro
de mi madre y sus lagos, entre peces
misteriosos, atávicos, y meses
que extrañamente llegan al encuentro
de mi conformación. (Y al desencuentro,
ya fetal y fatal, de las vejeces
de cartón que acumulo o las niñeces
que se van, como pájaros, del centro
de mi alma). Parece ser, decía,
que todo lo que he sido cada día
no ha sido nada más que no haber sido,
una equivocación, una apariencia
de las verdades y esta inexperiencia
infantil y mortal, yo no he nacido.
APARICIÓN DE CARLOS MARÍA
Anoche Amparo tuvo un hijo.
Y todo en regla, cura,
libreta y crucifijo).
Fue el 8 de diciembre,
fecha apropiada para
que se nazca y se siembre.
Y para amar
a la Virgen, magnolia
sobre el altar.
�Nació de nalga�
explicaron los médicos.
Entonces te sentenció: �La inocencia te valga�.
La inocencia y la prez.
(Y todo lo que vuela
y se pierde después).
Nació de nalga y prematuro.
Sin embargo, le han puesto un nombre nobiliario:
en el futuro).
Lo digo solamente
por su forma de entrar al mundo, de costado
y de repente.
Sin embargo, le han puesto un nombre nobiliario:
Carlos María, un lujo
para usarlo de diario.
(En cualquier socialismo
conviene inicialarse de este modo
y creer firmemente en el egocentrismo)
Carlos María, pues, para triunfar
como don Carlos
María de Alvear,
que además de las alas y el laurel
tiene una estatua. Y nada menos
que de Bourdelle!
Aún no has celebrado
treinta respiraciones
y ya estás mencionado
en algunos terceros de grillo y baratija,
punto de referencia, saltimbanqui,
milagro de mi hija.
(No te envanezcas!
vale más que un poema
un par de rosas frescas).
Qué más puedo decirte, gorrión recién nacido,
continuación del aire,
olvido del olvido?
Nada es original.
Cada nieto que nace
es una fiesta y un pañal.
Y una abuela que llora.
Y un darle de comer
ceremoniosamente y a su hora.
Pienso que ya es bastante.
Todo a partir de hoy
se llamará adelante.
Lo de atrás es inútil y tardío.
Y, en consecuencia,
únicamente mío.
Y ya te dejo.
De ninguna manera
me tomes como espejo.
Ni como aldabonazo.
Nunca estoy en lo cierto
y no hay que hacerme caso.
Hasta mañana héroe, plumón, siglo XXI,
probablemente
lo mejor de uno.
Gracias por venir, gnomo, pedacito de paz,
campeón, seguramente lo mejor
de lo mejor de los demás.
DECIMAOCTAVA CARTA
Por favor, mi querida, mi última, mi dulce
otro lado de mí, preciso que me envíes
a casa algunas cosas tuyas, mías,
nuestras, de nadie
que deseo guardar y que andan por ahí,
sueltas, abandonas, a punto de perderse.
Nada del otro mundo.
Recuerdos, tonterías,
inexistencias, partes de ti, imaginaciones
que alguien debe cuidar
para que no terminen de quebrarse,
para pegarlas en un álbum
lo más pronto posible,
darles un baño de gelatina, de cristal,
de adoración,
doblarlas suavemente y esconderlas
donde no las encuentren los insectos,
los hijos, el olvido y esos
bordes grisáceos o amarillos
que entristecen las prendas de hilo, los papeles,
el marfil, lo retratos guardados mucho tiempo.
Cuando no tengas nada que hacer, pues,
o casualmente
te encuentres con alguno de mis libros (aquellos
de las dedicatorias
eternas como
columnas) júntate
en pedazos de piel, en medias, en cobijas,
júntame los mejores vocablos que te dije,
los juramentos que pudimos cumplir,
tus empecinamientos,
tu orientación de pájaro
habitualmente
desorientado.
Búscate, búscame,
busca en los zócalos
en los cajones, en los marcos
de las ventanas,
debajo del colchón, una ternura
que todavía
dé señales de vida,
un programa de cine con el nombre
de la película
que más nos haya conmovido,
un borrador con un poema, alguna
prenda íntima, un disco de Aznavour,
la cuenta del hotel de Villa Gesell donde
fuimos profundamente
felices como
adolescentes, como
lápices de colores, como
�cassettes� grabadas
en el momento
de hacernos el amor.
Remíteme
lo que encuentres, cualquier memoria, lo que puedas
¿Sabes? Las necesito para
convencerme que aún
conservan algo de nosotros,
de tí, nuestra belleza,
nuestra grandiosidad, nuestras alianzas,
nuestras victorias,
y que no son únicamente
polvo, polvillo, nada,
espejos, espejuelos, esperanzas
imaginarios.
Por favor,
lo que tengas a mano:
tu rimel, una carta vieja, un peine,
el cepillo de dientes.
Y yo, si lo deseas,
te haré llegar
todas mis posesiones: mi verg�enza,
mi soledad,
mis arrepentimientos, mi egoísmo,
mi presión arterial,
algún pequeño manuscrito
en el que te mencione,
mis pecados veniales, mi tristeza,
mis decepciones,
mi vanidad, los últimos remedios
que tomo para no morirme,
mi muerte, mis canales seminales repletos,
mi amor, mi amor, mi amor, lo único que tengo
y que, en realidad, no lo tengo, no
lo tengo, lo he perdido, no lo tengo,
ha quedado, muriéndose, detrás de tus pestañas.
DECIMAQUINTA CARTA
Cómo me gustaría echarte encima
-como un tapado de punzones
o una planta carnívora-
todas las culpas
del mundo, las servicias, los tremendos
pecados, las maldades de la gente,
cargarte igual que a una pequeña
yegua, una llama, un coya silencioso.
Tú serías entonces la única
propietaria del miedo,
las eminentes e inminentes muertes,
la soledad, los duros atavismos
y hasta podrías
asumir tu exclusiva responsabilidad
por los niños espásticos, la extinción de las rosas,
las dos Guerras Mundiales, los gomeros
que no terminan
de florecer, la decisión
de los suicidas, las torcazas
y codornices
yacentes en el campo.
Pero principalmente, pienso que gozaría
porque he dejado a cargo
de tus espaldas
los instrumentos
de los torturadores, y además
mi niñez, mis sesiones
de psicoanálisis,
mis alcancías rotas
y, sobre todo,
el amor, que te tengo.
EL ENTRERRIANO
Sol a sol, lanza a lanza y mano a mano,
mil veces me jugué por mi partida.
La muerte era lo mismo que la vida.
Lo mismo el enemigo que el hermano.
Me vieron por el monte y por el llano
ganándole a la pena y a la herida,
con mi victoria y la tacuara erguida
sobre mi pulso ardiente y entrerriano.
Y me vieron también sangrarme entero
por la mujer que quise más que nada,
Delfina de mi fe, mi adiós postrero.
Digo mi nombre para que me mires
y me busques detrás de tu mirada:
Fui Ramírez. Yo soy Pancho Ramírez.
EL ESPEJO
¿De quién es este poema que me mira,
este rostro de liquen, anhelante,
esta abrumada linfa, semejante
a la acidez y al llanto y a la ira?
¿De quién es esta boca que suspira,
este cutis de cal, agonizante,
esta verdad que tengo por delante,
esta verdad doblada en la mentira?
¿Qué sangre la recorren, qué creencia
sostiene su crueldad o su inocencia,
su virtud, su ignorancia, su egoísmo?
¿Soy o no soy esta pasión de enfrente
este rostro cercano y diferente
tan igual a mi alma y a mi mismo?
EL HIJO PRÓDIGO
Súbitamente,
como un milagro, un danzarín,
una tromba terrestre
o, mejor dicho, como un jugador de rugby
que le hace un �tackle� a la sorpresa,
a la esperanza,
al olvidado amor, hoy Gusty ha aparecido
en la casa.
Golpeó la puerta
(o la echó abajo con los hombros,
aterrizó, se descolgó,
amerizó, cualquier manera parecida
a los ciclones o los ángeles)
abrió su boca, su bocaza
de treinta y dos
piezas imitativas
de la sonrisa, el hambre, la dulzura
y se estrechó
en un abrazo
de cuarenta minutos,
cuarenta millas, cuarenta kilogramos, cuarenta abrazos juntos
con sus hermanas y su madre.
Venía desde lejos, de Posadas,
con sus diez y ocho años
y su envidiable
seguridad de triunfador.
(Exactamente no se sabe
en qué consisten
sus comentados triunfos y coronas,
pero no creo
que nadie dude
de sus grandezas
y de las fórmulas que ha hallado
para dignificar la indignidad del mundo).
A mí también me dio un abrazo
de diez y ocho quintales
que quería decir esto y aquello
y te perdono y perdoname
y sos un viejo liberal
y estás equivocado
y yo tampoco estoy seguro
de ciertas ciertas cosas segurísimas
y tal como se estila en estas circunstancias
todos lloramos mucho.
Al fin y al cabo
se había ido
a descubrir su suerte y a colgarse
los prodigiosos
escapularios
de la libertad.
Luego bebimos jovialmente
y sus hermanas
sollozaban aún o le cosían (contra
su costumbre) botones y memorias
y él nos habló de las mujeres
que tiene, las materias
que debe en el Colegio Nacional
(un cruel reducto
que inventamos, parece, los hombres de mi tiempo)
los profesores
y algunos libros que ha leído.
En fin, lo que se sabe, reconforta y ayuda
a no morir, de pronto, rodeados
de aburridos burgueses y mentiras.
Esto que cuento, sucedió en La Plata
un día dos
de noviembre, a las doce del día.
Hoy, cuatro de noviembre del mismo año,
a lustros-luz de su llegada
me apresuro a escribir el acontecimiento
todavía no sé si por orgullo,
por alegría o simplemente
por nada, nada.
EL INDIO MUERTO
Yo soy el grito y el calor, la danza
alrededor del fuego, la dulzura
primordial del país, la curvatura
dolida en tierra y sal de la venganza.
Y soy el hueso y la vejez, la lanza
de las derrotas y la quebradura,
el último rencor y la tortura
gris de desesperar de la esperanza.
Yo soy la vincha y el volcán y el brujo
y el amuleto donde desdibujo
mi antigua diosa-nube, mi dios-rayo.
Estoy muerto y ninguna cruz me nombra.
Sólo pido dos cosas: dadme sombra
en mi tumba y traedme mi caballo.
EL PAYASO
Tú nunca fuiste piel, una persona,
una sangre corriente, un simple hueso.
Desde tu origen infantil de yeso
eres un nombre que se desmorona.
Tú nunca fuiste, no bajo la lona,
más que albayalde y miel, un niño preso,
algo como una pena o como un beso,
o como un dios de cal que nos perdona.
Tú nunca fuiste, dulce dominguillo,
más que un asombro, un cascabel, un grillo,
aquello que hemos sido y olvidado,
hombre sin hombre adentro, sin maldades,
principio y fin de las felicidades,
risa de talco, sueño azucarado.
EL SOLDADO DE LA INDEPENDENCIA
Anduve, desde chico, dando vueltas
por los cuatro costados del coraje
y el miedo, levantando viaje a viaje
derrotas juntas y victorias sueltas.
Desde entonces anduve en las revueltas
de la patria empujada y el gauchaje,
y entre malones y malones, traje
hijos difuntos, lágrimas disueltas,
mi caballo partido en matadura
-un luto galopando- y esta dura
costumbre de aguantarme sin quejido.
Que nadie llegue hasta mi rancho abierto.
Vivo junto a los golpes y al olvido.
Además, hace leguas que estoy muerto.
* Nació en la ciudad de La Plata en 1920.
INVENTARIO
Todavía conservo
algunas cosas de mi madre;
el reloj de pared, nuestro retrato,
la �bergere�, las alfombras del �living�, un paisaje
del siglo XVIII, cuatro o cinco
adornos ordinarios y los platos
(incompletos) del juego
de loza inglesa
que aún me traen el recuerdo
de aniversarios
y tristísimas fiestas.
Pienso que alguno de estos objetos habrá sido,
tal vez, regalo
de casamiento,
testigos de cincuenta años de desconsuelos
y campanas fugaces, de crisis e infortunios,
de anillos y agonías.
Cada tanto los miro o los uso, y revivo
los días más penosos de mi vida.
Y sin embargo, no quisiese
que se quebraran o perdieran.
Es lo único sólido que queda
de mi dolida infancia y sus continuaciones:
el colegio, los tíos, las casas que habitamos,
los primeros cuadernos y vecinos,
las ceremonias
preparatorias de las lágrimas.
Mi madre los guardaba
como un tesoro
y eran, quizá, los salvavidas
de su existencia, los legados
tiernos e inútiles
que reservaba
para tu nieta preferida.
Claro está que los vidrios, las maderas,
los papeles, las lozas, los cartones
desaparecen sin remedio
y que en cualquier momento
las memorias, mis hijos y yo nos quedaremos
sin las últimas cosas que eran mi propia madre,
sus desvelos, sus furias, sus errores,
reemplazados
por las horas que esperan adelante,
los nuevos gustos, los derrumbes,
la ilevantable realidad
de otros platos y alfombras y silencios.
Sí, en cualquier momento quedaremos
sin nada. Nada. Igual que si murieran
todos los pájaros
y caireles del mundo.
LA DECADENCIA DE LAS FAMILIAS
Igual que una humedad, un gusano, una caries,
la decadencia empieza en una célula
íntima y misteriosa del cuerpo, un lugar no
determinado y azaroso: el bazo,
los molares, la tibia,
el legendario timo, las meninges.
Tampoco se conoce exactamente
el momento elegido
por la destrucción para iniciar la tarea,
poner en movimiento microscópicas picas,
tornos, excavadoras, aparatos feroces
para correr cimientos, dignidades, soberbias,
títulos de doctores.
Se sabe, sí,
que aparecen de pronto aunque insensiblemente
y enseguida comienzan
a echar abajo
las limpiezas y honores de la gente.
Es un trabajo lento e incesante
que a veces dura siglos y se hereda de padres
a hijos, sin remedio, igual que aquellas
enfermedades cuyo nombre
no debía decirse frente a las criaturas.
Los síntomas son claros;
una pobreza apenas perceptible
invade las persianas, las comidas,
los trajes de etiqueta, el orgulloso número
de cocineras y lebreles.
Durante un tiempo
nadie percibe
que falta un pobre o sobra algún remiendo
en el tapado de las niñas.
Sigue llorando
dinero desde el campo, desde
las vacas, desde los arrieros, desde
los radiantes trigales.
Después se rompen una
preciosa fuente
de porcelana, una consola,
unos botines de charol
que no se pueden reemplazar,
se descuelgan arañas o tapices
y los sillones
se vuelven amarillos o ruidosos.
Son circunstancias
inesperadas pero fáciles
de remediar, detalles, telas que hay que cambiar
por otras, la sequía,
los chacareros que no pagan,
un mal año que no durará toda
la vida, por supuesto, la Sociedad Rural
manejada por tontos y dipsómanos.
Pero los infartados, las paredes rajadas,
los almohadones continúan cada
día peor,
más cascarudos y gomosos
tal como lo anunciaron las divinas
adivinas: lechuzas en todas partes, cráteres.
Bastillas, pergaminos, vis a vis, incunables
pisoteados
y confundidos.
Ahora existe como un encono de criadas,
de futbolistas, de aparceros
que hasta ayer eran
una montura, un truco,
una larga mateada. Algo sucede,
es innegable, fechorías
del diablo, peronismos, maldiciones,
pereza de los nietos, los turcos, los judíos,
la mala calidad de las cosas de �Harrod�s�.
Hasta que ya
en el final, se precipitan
la caspa, los derrumbes,
las borracheras,
los apellidos
que nadie sabe
de donde mierda vienen, las nenitas roñosas.
Es imposible
volver atrás, a Sobremonte,
a las diez mil leguas de pampa,
a la Primera Junta, al coronel Zutano,
glorioso vencedor de los indios desnudos
y sin armas.
Se caen irremediablemente
los cielo-rasos
los guardapelos, los modales,
la honestidad,
los libros en francés
y se comprende entonces, no sin cierta tristeza,
que también el país
se cae un poco, se oscurece
igual que cuando se descubre
con verg�enza que nuestros pobres padres
hacían el amor (probablemente mal)
y que nos engañaron y que tenían faltas
de ortografía y, sobre todo
que no eran hermosos o felices.
LAS PUTAS
Como algas lentísimas y fieles,
como ríos de pan, como pedazos
de golondrinas, suben por los brazos
de la melancolía y los paneles
trepan por el murmullo con sus mieles
feroces y sus pálidos ocasos,
con sus temblores y los cielo-rasos
de la cursilería y los hoteles,
ascienden por los besos, se abandonan
a las monedas del amor, perdonan
nuestra insaciable sed, nuestras impuras
maneras de quererlas, oh! lejanas
y próximas, oh! dulces hermosuras,
oh! silenciosas, húmedas campanas.
MALAMBO
Como un potro de furias, como un viento
óseo y desesperado, como un duro
verano vertical, hosco, inmaduro,
golpea, golpetea el sufrimiento
de la llanura, el cruel advenimiento
del hombre mineral, polen oscuro,
héroe de los caballos y el futuro,
tristemente agobiado y somnoliento.
Pero él golpea el suelo, golpetea
la fría piel del mapa, y danza, crea
su propio sexo, su pasión, su savia,
viola su sombra, estupra su espejismo.
Su mujer, sus amores son él mismo.
Y baila, baila, baila con su rabia.
MEMORÁNDUM
Ayer cumplí fielmente con mis obligaciones
sin olvidarme —creo- de ninguna.
Pagué las cuotas del televisor,
la heladera y el banco,
el amoroso banco donde opero, que tiene
música funcional e ikebanas. Le puse
aceite al auto,
le dí propina al gran rufián que cuida
(y descuida) mi planta baja �A�,
compré un billete
de lotería
(que no me engañará, seguramente) me hice
varios análisis clínicos (todos bien)
para llegar
a los 200 años, puse al día mis cartas
y comencé a pensar en la paella
que comeré el domingo.
Claro que me olvidé de ir a la misa
que le rezaban a mi padre
(sería conveniente que nadie se enterara)
al cumplirse el primer inolvidable,
inolvidable,
inolvidable,
inolvidable
aniversario de su muerte.
MIS PRIMEROS 54 AÑOS
O DE LA ARTESANÍA DE HACER VERSOS
CON ALGUNOS NÚMEROS
Según mis cuentas
(y cuentos) hoy
cumplo 54 años, una
cifra rotunda y peligrosa.
En efecto: nací en La Plata
(una ciudad
poco propicia
para nacer, vivir, copular, escribir,
ser o morir)
un 29 de diciembre
(1920)
y al siempre injusto calendario
apenas si le quedan
tres hojas para
su aparente extinción —qué término que nunca
llega ni llegará- como ciertos milagros
que he esperado, infantil e inútilmente
desde la juventud.
Es un buen día, hay sol y a la tarde vendrán
varios amigos
a saludarme. Lo habitual: un whisky,
un apretón de manos, una conversación
sobre la edad
(honda y superflua al mismo tiempo)
las arrugas, los nietos
y las tinturas para el pelo.
Y desde ya calculo que a las doce
de la noche que iré a la cama sin mucha
excitación
y tal vez con algunos síntomas de alegría
por un regalo, una palabra
de Amparo o Eleonora,
un diablejo de alcohol que trepe hasta las sienes.
La comprensión
de la infelicidad, angustia, dura pena
(o lo que sea)
sucederá mañana 30
o el 31 cuando
descubra (igual
que el ganado) que llevo ahora
otra marca en el cuerpo, un número distinto,
54
y no 53, 52, 50,
medio siglo, un quintal,
más de 800 fresnos, más de 200 niños,
más de un billón de pulsaciones.
O el 10 o 15 de febrero
cuando es seguro que descubra
que acabo de morirme.
OCTAVA CARTA
Tal como es propio
de las grandes ofensas y tizonas
siento que has comenzado
la cruel tarea de olvidarme.
Igual que en la limpieza
de habitaciones
o casas que, de pronto, quedan desocupadas
(una tuberculosis,
un largo viaje, un desalojo
judicial y dramático)
has recogido los plumeros,
los trapos para el brillo de los muebles,
la solitaria escoba (que también te servía
para volar) y casi con desesperación,
con ponderable histeria,
has refregado el baño, el botiquín,
desinfectado
la cama y las repisas donde estaban mis libros,
abierto las ventanas
como arrancándolas
para que el sol ahuyente
el polvo y las promesas,
repasado con ira
mi placard, la cocina, el vidrio que aplastaba
nuestros bellos retratos.
La lavandina y los cepillos,
los lustramuebles — además
del psicoanálisis
y el inocente gin- son lo más apropiado
para asearse
de memorias y sábanas.
(Pienso, también que cambiarás el número
del teléfono, el nombre
en el buzón de la correspondencia
y que, como al descuido,
harás aviones de papel
con cada letra G que encuentres
en las revistas).
Para olvidar es necesario
trazar un plan igual al que trazamos para
no olvidarnos de nada.
Sin embargo, el recuerdo con sus largas
colas de novia o de serpiente,
las urdidas amnesias, los borrones,
los clavos y tornillos
que hay que quitar
de dormidas paredes, de sombríos
cuartos de hotel, los quitamanchas,
no son empresas fáciles, amables ortodoncias
para empezar de nuevo.
Siempre
queda algo adentro,
algo como de roble,
de murallón, de diente que se quiebra
en las encías.
Además —y esto es muy importante- estoy yo
igual que un exorcista o un poseso
o simplemente igual que un niño
asustado, un pedazo sólido
de pena, un hombre triste,
un sable con verg�enza, un mendicante
que ha puesto en movimiento todas las artimañas:
los mensajes cifrados, las sogas, los imanes,
los ataques de llanto, las esperas,
las anclas, los revólveres, las misas
imperatorias, los desvelos.
Y desde aquí confío en darte la batalla
por la supervivencia: no dejarte olvidar,
quererte todavía, cazarte en los recuerdos
como si fueses
un cormorán,
acostarme en tu nombre,
amancebarme con tu sombra,
aparecerme desde adentro
de ti, espiarte
desde tus lágrimas
o breteles, crecer y respirar contigo
y ser yo mismo tú, tus próximos amores,
tus miedos, tu alegría y hasta tu misma
necesidad
de olvidarme, oh! perpetua, inacabable,
perfecta, perfectísima, oh! insomne de mi insomnio,
esplendorosa, única palabra
que sé decir y digo, que lloro, que suplico,
que aclamo y odio, que cultivo, que vejo,
que acaricio, que pisoteo
igual que una retama recién aparecida
sobre mis ojos.
PALABRAS PARA MI HIJA
QUE VA A HACER LA PRIMERA COMUNIÓN
Yo que me jacto
de mi razonamiento
me destruyo y me limpio ante el deslumbramiento
de tu pequeño corazón intacto.
Yo que me inmolo
con dudas y preguntas,
quiero quedarme solo
junto a tus manos juntas.
Yo que me pierdo
en vanas espirales y pecados,
quiero ser por lo menos el recuerdo
del recuerdo en tus ojos entornados.
Yo que soy una sombra
que se desliza
quiero ser la palabra que te nombra
en tu libro de misa.
Yo que no soy, en fin, más que el pasado,
la primera humareda del olvido,
quiero ser a tu lado
lo que no he sido,
recuperar el cielo,
la paz, las convicciones,
encontrar el consuelo
adentro de tus mismas oraciones.
Quiero que seas
la intermediaria
para que alguna vez me veas
vivo en una plegaria.
Quiero que me confieras la hermosura
del arrepentimiento
y la blancura
elemental del sacramento
con que te inicias en la gracia,
en la amorosa
peregrinación hacia
Dios y la rosa.
Quiero que seas tú, hija, tú solamente,
tú, paloma infinita,
la que moje mi frente
con el agua bendita,
la que encienda la lumbre
para que brille y arda,
la que me traiga la costumbre
azul del ángel de la guarda.
Esta única vez
soy yo el inerme
y tú, ya lo ves,
tienes que protegerme.
Tú, mi adorada,
debes ser quien me cuide.
Tu padre ahora es nada.
Y él te lo pide.
PALABRAS PARA LA PALABRA MARIPOSA
Y PARA LA PROPIA MARIPOSA
Cuánta dificultad y qué inseguro
suena este sustantivo que pretendo,
esta alabanza que ya estoy diciendo
con una doncellez que le procuro
inútilmente, oh! mariposa, apuro
y polvo y gloria del color naciendo,
medalla del jardín, zig-zag creciendo
en la misma aventura que aventuro,
oh! palabra falaz, mínima sombra
de la última luz, yema volante,
amorosa María descendida
hasta esta voz gastada que la nombra,
juglares del céfiro, estudiante,
octubre vencedor, dalia vencida.
PARA MI HIJA PAULA
… recién ahora
me doy cuenta que Paula
no tiene su poema, que le falta
ese amuleto hecho por el padre
para la buena suerte, los dudosos orgullos
posteriores o sólo para
que se lo muestre a su maestra.
Y esto es sencillamente incomprensible.
(Claro
que una vez un poeta de veras parecido
a Hemingway por fuera y a Juan Ramón Jiménez
por dentro, un hombre único, un montañés bajado
hasta las margaritas y gorriones
que se llamaba
Roberto Themis Speroni,
le regaló el mejor soneto de la tierra).
Pero de todos modos
mi olvido me parece imperdonable.
Al fin y al cabo Paula es una vara
de azúcar, una muestra gratis de la inocencia,
la postrera noción que tengo de la vida.
Y por eso me apuro con estos versos, corro
sobre la máquina
de escribir y me exprimo el corazón
-igual que cuando le contaba
cuentos que nunca
sabía terminar
y que nos aburrían a los dos-
para que permanezca algo mío y de mí
cerca de sus penúltimas diabluras
y mis primeros viajes hacia
la soledad y el miedo.
PRIMERA CARTA
Como dos islas,
como dos animales de distinta especie,
como una margarita con un sable,
como un trozo de ónix con un álamo,
nunca podremos
reproducirnos,
tener un hijo, una semilla,
algo en común y perdurable, parecido
a lo de todo el mundo: fotografías,
un día semanal para ir al cine,
ciertas costumbres,
modos insustituibles
de hacer (y deshacer) el amor, un espejo.
Existen fuerzas,
circunstancias, océanos, imanes de crueldad
que nos separan
irremediablemente, anclas, cadenas,
emigraciones
de golondrinas,
que nos hacen perversos, diferentes,
mutuos devoradores,
especialistas
en vidrios rotos y poemas,
malas palabras y sollozos.
Y sin embargo, cuánta penuria en comprender
que también somos
dos dársenas vacías, dos pedazos de luna,
dos péndulos rabiosos
oh, mi amada, blancura inolvidable,
última pertenencia,
mi destructora,
mi adorable destrida, mis cenizas.
RECOMENDACIONES PARA ROBAR
EN LOS SUPERMERCADOS
Hay un segundo,
menos aún, una fracción de brisa,
una guiñada del Señor,
un átomo de vidrio, lo que duran
la sístole y la diástole de los bichos de luz,
en el que la mirada de los dueños
de los supermercados se detiene
como con garfios
en las computadoras, y los ojos
de sus fieles gerentes doblan hacia la izquierda,
y a los fornidos detectives
(disfrazados de bolsas de arroz o bordalesas)
les sale una lagaña salvadora.
Hasta los contadores,
subcontadores,
vendedoras y suaves cajeros se distraen,
piensan en la piedad
o van al baño unos minutos,
una evidente imperfección
del organismo que la ciencia
remediará bien pronto.
Entonces hay que estar atentos,
cerca del pan,
el pan nuestro,
el pan oscuro de cada día
dádnoslo hoy, perdónanos
nuestras deudas, cerquita del maíz,
la botella de aceite o vino para alzarse
en el momento exacto con la cuota
de salud, de justicia, de pulmones
que os es debida
y que, por lo común, no consta en los balances.
Atentos, muy atentos os digo porque pueden
aparecer los perros policía,
los policías perro,
las sirenas y alarmas, las cámaras de gas,
los lanzallamas, los terribles misiles
que os dejarían
al descubierto como ladrones, ladronzuelos,
ladridos, latrocinios, ladronísimos,
un estigma inventado
por el obispo Lue y algunos comerciantes
en billeteras.
Os repito:
¡un pestañeo y zas!
sentiréis que el buen Dios ha dado un brinco
hasta vuestro bolsillo
y que es verdad la historia del camello,
la cerradura, el paraíso
y, sobre todo,
la manteca, los huevos, el dulce de membrillo
que deseábais desde la primera
comunión. (Ah! cuidado,
sin embargo, con ciertos orificios
de las paredes
por dónde espían los traidores
y con los pobres
que creen que la miseria es una gracia,
algo así como
la cruz de Hierro o la legión de Honor
vistas del otro lado)
Cuando llegue el instante, pues,
desde la propaganda de la leche,
desde el último roce
que tendrá con vosotros la esperanza,
desde vuestro apetito de pedradas
y culetazos,
en que dudéis un solo miligramo,
sin llanto, sin verg�enza,
sin curas de la infancia, sin rubor,
sin temblor en los dedos, sin imágenes
de púlpitos o rosas,
sin miedo a los patrones o al infierno,
sin madres que interfieran en la gloria
en la que os iniciáis,
sin mandamientos de la Company
Company and Company,
introducidos
una lata en el saco,
un trozo de comida, una gaseosa,
un poco de maná que no figure como �oferta�.
Ese día, os reitero, os salvaréis
para siempre y ya para siempre
seréis honestos e inocentes.
TU LENGUA
Oh! luciérnaga acuosa y furibunda,
cáliz inmemorial donde se liba
ferozmente la miel de la saliva,
ancha orquídea carnal que me circunda
de diminutos astros, oh! profunda
y aérea, serpiente roja y viva,
uva con llamaradas, sensitiva,
vibrátil, inefable piel que funda
sobre mi piel los últimos edenes,
oh! tumultuosa espada, pez quemante
que subes por los muslos y las sienes,
oh! desesperación, desasosiego,
síntesis de la noche, amante, amante
altísima y fatal, punta del fuego.
TU NUCA
Isla de tu temblor y tu destello,
principio de la fiebre y la batalla,
castillo diminuto que se halla
debajo del país de tu cabello.
Nardo septentrional, llave del cuello
y de tus altos médanos, medalla
para escribir la frase que se calla,
mitad ardor, mitad dulzura y vello.
Arcón, cofre de leche, mariposa
hecha con sensaciones, con solsticios
y llameantes panas, prodigiosa
iniciación del labio en aventura,
hito de gozos y de sacrificios,
amén de mí, primera nervadura.
TU SEXO
Exactamente en la mitad del ansia
y el último control, en el trayecto
del agónico júbilo, perfecto
como un fruto inmortal, todo fragancia
y corazón, acercas la distancia,
facilitas la vida en que me inyecto
-marea agria- y el íntimo proyecto
de vencerte y destruirte en la constancia
inconstante de darme hasta el despojo,
murciélago antiquísimo, bahía
con naufragios y líquenes, cerrojo
de nuestras impiedades, oh! mi sombría,
dolido césped, labio inesperado.
TUS SENOS
Aquí, tus dos colinas, tus extremos
plateados y agresivos, primaveras
sólidas y redondas, licoreras
para beberse el mundo si queremos
colgarnos del delirio, si perdemos,
de pronto, las virtudes verdaderas
y bajamos, al fin, de las maderas
de la crucifixión, oh! crisantemos
de la gracia, radiantes en la noche,
duros panales, lámparas, derroche
del deseo en la mano, oh! penuria
de ser tan fatalmente un simple pozo
con llanto, una ansiedad, un triste gozo,
oh! torreones blanquísimos, mi furia.
ÚLTIMA VOLUNTAD
…y pido únicamente
que cuando se abra
mi testamento
(hecho en papel de estraza, por supuesto)
y yo me escape de las cosas
y se quiten las tapas de las ollas
y afloren las verdades como
murciélagos tardíos,
mis hijos sepan que no he vivido sólo
para escribir poemas (de confites,
como sostienen
mis buenos enemigos) sino que he trabajado
con rabia a la mañana y a la noche
y al alba y al crepúsculo, a la siesta
y al mediodía, entre papeles
sellados y deudores, jueves y secretarios
y mentiras, coimeros y colegas con faltas
de ortografía
y enanos escondidos
en el sombrero, contratados
para soplarles latinazgos.
Ruego que entiendan que no es fácil
vivir de esta manera, y que a veces costaba
pagar el pan
y pagar un poema
con un domingo.
Y ya que estoy
redactando mis lúcidas últimas voluntades
dejo a Mercedes
mi biblioteca, a Amparo el júbilo que tuve,
a Eleonora mi total
asentimiento para
que junte aplazos
bellos como duraznos
y compañeras que se rían
de los señores profesores
y la Ley de Coulomb.
A Gusty mi estupenda colección
de ilusiones, y a Paula mi legado especial
para que compre
trescientas bicicletas.
Y a mi mujer, la parte que ella elija de mi alma.
Además, finalmente, y tal como se estila
ahora, dono
mi córnea izquierda para un ciego
y la derecha para el primer lince
que aparezca en mi tumba.