MASIN, CLAUDIA
CÓMO SE PRODUJO EL SILENCIO Y QUÉ COSAS GUARDABA

Yo hablaba y hablaba todo el tiempo. Está sobreentendido,
es un hecho, que los chicos tienen permisos que deben abandonar cuando es el tiempo: uno de ellos es el de ese lenguaje libre,
desmañado, con el que no hay nada que comunicar, más bien
se trata de un rumor como el que producen los animales mientras duermen, o las cosas inanimadas; la hoja de un arbusto que
golpea contra un muro, la tierra al agrietarse cuando le falta el
agua. A eso se le parece lo que dicen los chicos, no porque no
tenga un sentido, sino porque no tiene control, no está regulado
aún y anda soltando la energía de lo que existe, la electricidad
con que cada solitaria cosa imanta a las demás. Un día renuncié
al habla pequeña y confusa que era la mía y me convertí en una
sombra que cruzaba inadvertida por la casa. El silencio era áspero, incómodo, y todos querían sacarme de él como quien golpea
el caparazón de una tortuga con un palo para hacerla asomarse.
Aunque no siempre era evidente la violencia: había, por ejemplo
una dulzura que era estruendosamente falsa, la trampa del
que se acerca disimulando su misión, al modo sigiloso de los predicadores. Yo prefería la actitud de los que querían quebrarme,
torcer lo que creían era mi voluntad pero en realidad era
el modo en que la infancia había quedado minada en mí, una
bomba enterrada en medio de un terreno llano, imposible de
localizar si era buscada, pero siempre dispuesta a estallar. Yo no
había muerto, estaba hibernando en un hermoso territorio blanco,
el Ártico imposible y desolado donde van a parar los que se escapan. Cuando llegó el momento de hablar como debía, sin la
lengua atropellada y peligrosa de los niños, supe que no podía
hacerlo, o no quería. El que se queda callado, el que se obstina
en un silencio impenetrable es raro, es tan peligroso como un niño,
pero no por lo que dice sino por lo que guarda, y entonces
primero se lo intenta sumar —y si no es posible se lo aparta- del
curso de la vida cotidiana, donde el ruido está al servicio de una supervivencia embrutecida, llagada, tan dura en su corteza que
ni las palabras más filosas pueden penetrarla. Yo no entendía
las fórmulas, el lenguaje vacío que sirve para hacer saber que
se está vivo y en comunicación con los demás, el lenguaje usado
como una pala, tosco y necesario. Las palabras para mí eran
piedras en bruto, talladas por la locura de los elementos, por su desobediencia, y por eso las amaba. Podían tomar las formas
más extrañas, combinarse con el agua o con el viento o con los
restos de animales, de insectos o de plantas, eran hermosas algunas
y otras indeseables, había las que brillaban y se encendían
al ser tocadas por la luz y había las oscuras y compactas, que
andaban por los huecos más sórdidos y en el barro. Los chicos
acumulan palabras con esa pasión con la que juntan cosas que
no sirven para nada. Después se nos dice que hay que tirarlas
todas, porque lo que debemos decir ya está escrito, como las
líneas de la palma de la mano. Las mujeres de la familia, sobre
todo, sufrían el lenguaje, les atrapaba las piernas como un cepo.
Nadie puede ir demasiado lejos con semejante peso: el miedo
a desgarrarse, a quedar inválidas si se da un paso de más, si se
llega demasiado lejos. Yo las miraba y todas tenían un halo de
resignación como las santas, pero la rebeldía las consumía, las
enfermaba antes de tiempo, eran ancianas que inclinaban la cabeza,
las habían convencido de que si miraban de frente podían
quedar encandiladas, locas, y fueron muchas las que habían caído
por esa pendiente —cada una conocía la historia de alguna
que había desobedecido y sabía el precio. Yo, de puro pavor, no
dejaba que nadie supiera que en mí se estaba cultivando la revuelta,
una infección lenta que iba a tomar todos los tejidos, y la
primera manifestación del mal era el silencio. —Sé una mujer, me
decían, y para mí equivalía a una amenaza, sé un cadáver que
recibe los golpes con incomparable calma porque nada les duele
a los muertos. Entonces, qué se puede hacer sino quedarse callada.
No quería perder ni la infancia ni su lenguaje, rechazaba la
prepotencia del ventrílocuo, hablado él mismo por fuerzas que
no ve ni comprende. Igual ya sabía que todo lo que parece estar
muerto o callado un día despierta, con toda la rabia de tantos
años de cautiverio y como los tornados o los terremotos imparables,
ese día —indefectiblemente- habla, y a lo que había en pie
lo deja en ruinas, a merced del viento que atraviesa las paredes derrumbadas, incapaces ahora de encerrar a nadie.

(De La siesta, 2014, inédito)

GRAFITO

Una noche de luna llena, en la hamaca del jardín,
están sentadas. La madre canta una canción
que repite y repite, podría decirse hasta el cansancio,
sólo que la hija no se cansa: se encanta, se duerme.
Desde esa noche, para la hija, escribir
será escribir la pérdida de ese momento.
La escritura de la canción de la madre demora
el final de la canción misma. Las palabras
existirán para crear esa demora, un instante
suspendido entre la voz y el silencio. Y por eso,
la hija las escribirá con esa facilidad dichosa
con que sólo pueden hacerse
ciertas cosas imposibles.

(De Geología, 2001)

LA ESTELA

Que no debía ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no?
¿Acaso no es complejo el sutil mecanismo
que pone en conexión al polen y la abeja, o las infinitas
transformaciones químicas que sufre un pequeñísimo
grano de arena hasta llegar a ser parte, ya irreconocible,
del cuerpo del diamante? Es complejo encontrarnos
y perdernos, los que andan por el fondo de la tierra
buscando el tesoro de una cueva inexplorada lo comprenden,
no es al heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio
que se debe el descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable
entre quien busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua entrega. ¿Por qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos
ya de niños en el jardín del fondo de la casa,
sin saber que se trataba de una espera esa curiosidad honda
y atenta a cada ruido de la siesta, a una rama
que se agrieta en el calor, al paso de sombra de un lagarto
en la humedad de las paredes? ¿Por qué hemos olvidado,
si lo que sí sabíamos entonces es que es difícil
cierta clase de belleza, dar con ella, estar despiertos
cuando cruza por delante de nosotros, no para atraparla,
sino para quedarnos a vivir en la estela que deja?

LA GRACIA

A veces, muy raramente, un encuentro nos conmueve de una forma que no puede ser atenuada por el pensamiento o el lenguaje. Es que trae una memoria de lo que fue íntimamente conocido y deseado, pero ha sido desplazado a un lugar inalcanzable, de donde no sabría volver a menos que una persona -entre todas- lo llamara. Somos criaturas tímidas que no han hallado, en respuesta a su curiosidad, a su pasión por las cosas, más que daño o rechazo. Como animales que han luchado demasiado por su vida, no sabemos qué hacer con la alegría, y si llega, seguimos huyendo para salvarnos. Si lográramos vencer el terror, si nos quedáramos, podríamos recuperar algo perdido hace tiempo. La dicha más plena es una dicha física y debería producirse sólo una vez, antes de que conozcamos las palabras. Su regreso es siempre un instante de gracia que nos devuelve el amor con el que un día la materialidad del mundo nos ha tocado.

LA HELADA

Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.

(De La plenitud, 2010)

LA LLUVIA

¿Viste cómo llueve? Llovió así toda la noche
y a cada cierto tiempo yo te hablaba, estuvieras donde
estuvieras,
aunque fuera en el extremo más inalcanzable
de la tierra. Cuando llueve así, toda la noche, te decía
pareciera que el mundo fuera a desprenderse de su eje,
pero la sorpresa más inmensa es que el vendaval termina
y todo permanece como estaba, apenas un poco de desorden
que lentamente se transforma en armonía.
Desde niños, vivimos sobreviviendo a catástrofes como ésa,
a los efectos de lo que tendría que haber pasado y no pasó:
que la casa se inunde y nuestras cosas se pierdan
arrastradas por la marea sucia, entre piedras y palos
y restos de animales, un desperdicio más lo que hasta entonces
ha sido nuestra historia, los objetos
que confirman que somos seres físicos y no un soplo
filtrándose desde afuera de esa vida brutal de la materia
que no se detiene jamás para incluirnos. ¿Soñaste alguna vez,
cuando llega la violencia del aguacero,
con que el río se salga de su cauce para siempre y nos empuje,
soñaste con la noche en que el rayo finalmente nos alcance,
descalzos bajo la luz, como esperando saber algo
que sólo el impacto de una fuerza sobre el cuerpo
podría revelarnos? Pero el rayo no cae, no cayó
y al día siguiente todo sigue a salvo en el mismo lugar.
Ese es el mayor desastre que conozco: haber estado al borde,
una noche, de que nos fuera concedida una verdad
extraordinaria, y al amanecer darnos cuenta
de que somos los mismos y no sabemos nada
que no supiéramos ya

MI MUNDO PRIVADO

Yo ansié tener un cuerpo que practicara,
como un arte, la ignorancia de sí.
Que cayera rendido con la levedad
con que caen las hojas de los árboles.
Cuando fuera inevitable,
nunca antes. Pero de tu cuerpo no deseaba
sino lo que había en él de frágil, de imperfecto:
la cicatriz que te cruzaba el pómulo, las pequeñas
arrugas en la frente. La herida
que te asemejaba a mí. El camino es interminable,
te decía, da vueltas y vueltas alrededor del mundo
y en alguna de esas vueltas los que estaban
destinados a perderse, se encuentran.

Se dice que a la vera
de cierta ruta que atraviesa el desierto,
es posible hundir una caña en la tierra reseca
y en algún momento brotará el petróleo como un géiser.
Anoche tuve un sueño en el que viajábamos por días
y días para encontrar el yacimiento, a la manera
de los cazadores de fortuna del oeste. Al llegar era de noche,
no había una sola estrella, el pozo
estaba seco. Yo me dormía y te quedabas
al lado mío, cuidando mi sueño. No estabas allí
a la mañana siguiente.

En el sueño, alguien decía:
donde tengas tu tesoro tendrás
tu corazón. Y yo me preguntaba
qué pasaría si tu tesoro se perdiera,
qué pasaría en un juego
de cajas chinas si al llegar a la última,
la que debería contener el objeto precioso,
esa, como todas las otras,
estuviera vacía.

PARÍS, TEXAS

Me gustaría contarte lo que veo,
hablarte de los hoteles abandonados
apareciendo de la nada en el medio de la carretera,
como castillos solitarios cuyos puentes levadizos
fueron dinamitados hace tiempo. Me gustaría
contarte lo que veo pero es imposible
hallar un dolor que condescienda
a ser narrado. ¿Vale la pena entonces,
emprender tan largo viaje para ir de un extremo
a otro del silencio? También es imposible
callar por completo: sé que terminaré por llamarte,
como se llama a alguien cuando se está a oscuras,
sin el auxilio de la voz, un estremecimiento
semejante al de esas luciérnagas
que al chocar contra un parabrisas en la ruta
se deshacen esparciendo una nube pequeña
de polvo y luz, y ésa -quizás- es su idea
de un encuentro.

(De La vista, 2002)

POTRILLO

Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas raídas, esas cosas que llegado un momento ya no sirven para nada, pero no se pueden abandonar: son parte del camino recorrido,
de de ellos mismos: es tan difícil soltar lo que nos ha acompañado
tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y el cuerpo se incline
bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta
en el arma que alguien ha disparado en un pasado remoto,
en una tierra desconocida decidieron por nosotros, antes de que /naciéramos,
hasta los muertos a los que tendríamos que llorar. Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso, el aislamiento no resuelve nada.
Ni construir una cabaña con las propias manos en el monte impenetrable, darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un paria
que ha rechazado su lugar entre los otros para quedar libre de una deuda que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces, si todos los /cuerpos
que alguna vez ha reunido la sangre quedan atados
por una cuerda que atraviesa el tiempo y su nudo
es increíblemente firme, imposible de desatar,
¿cómo ser en la vida algo más que una especie
de fenómeno natural, un latigazo del cielo, un rayo, un temporal,
que destroza sin razón y sin sentido, o al revés, una lluvia suave que /reverdece
el campo seco y trae el alivio a los cultivos moribundos, pero que actúa
sin voluntad de hacer el bien ni el mal,
por puro impulso desprendido del pasado,
de las pasiones, esperanzas o terrores incurables
de los que nos antecedieron? A veces creo, pero es una cuestión de fe,
no sé si es cierto, que se puede construir una familia a partir de cosas /ínfimas
que no forman parte de la historia que nos fue contada a través de las /palabras
o del cuerpo de los que amamos. Que podríamos descender en el tiempo hasta el instante en que aún no habían empezado ni la fealdad
ni el miedo, a través de una memoria física que nos devuelva la humilde
y pura gracia de respirar. Hablo de atarnos a detalles tan insignificantes que no serían jamás parte del drama
y por eso mismo no podrían convertirse en el hueso de tu infelicidad. Sería tan distinto, claro, si tu familia fuera el día en que conociste el /verano,
la primera experiencia de alegría bajo un chorro de agua en el sopor pesado de la siesta, el olor de la tierra
mojada y el contacto del pasto en los pies descalzos. La risa, levantándose como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu destino ese punto
del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego,
clavado en tu carne como la herradura en la pata de un caballo joven,
de un potrillo que en el momento de entrar al establo se retoba y corre
y es capaz de fugarse de la vida que le espera.

RESISTENCIA

Nací en una ciudad rodeada por defensas de tierra.
Montañas de utilería para que cuando llueva,
el río, en su crecida, no invada nuestras casas
y arrase la ciudad. Pero se ha tenido la precaución
de construir murallas precarias, abiertas. Para mantener
al enemigo vivo. Los que hemos nacido en Resistencia
tenemos para qué levantarnos cada mañana:
quien tiene a qué temer ya no está solo.

Aquí, el uniforme de guerra incluye botas de lluvia
amarillas. Nos sentimos impermeables
cuando caminamos por las calles, cómplices
como sobrevivientes de un desastre secreto.
Una vez, la lluvia nos sitió por tres días y tres noches.
Los chicos soñábamos con la amistad del agua,
salir descalzos a la invasión, cada gota
un disparo fresco en el pecho. Pero permanecíamos
tras las trincheras, cristales dibujados al vapor
con nuestros nombres. Casa del agua.
¿Un barco ebrio? No, mi casa era un blanco quieto.
Guardado en una botella, como una cabaña de los Alpes,
una miniatura olvidada en un estante.

Soñé entonces con construir un arca, pero no llevaría
animales sino palabras. Las elegiría al azar, por capricho.
Por la música que despedían de sí al ser dichas.
¿No es más importante preservar la belleza que la especie?.
Zarparía en silencio hasta que la tierra
se perdiera de mis ojos por la distancia y el diluvio.
¿Noé sabría de su audacia al huir? Soldado que huye
sirve para huir de la próxima batalla.

¿Y si escribir no fuera temblar en la tormenta sino
—a lo sumo— presumir bajo el alero?
¿Y si la crecida de las aguas no existiera?
Un mito. La fundación de algo. De una ciudad: Resistencia.
Construida para ofrecerse a un ataque imaginario,
a una corriente asesina que no existe. Acuario seco
en que los peces sofocados resistimos
hasta que las agallas sangran. Nunca fue cierto
que en las guerras se venciera por un arte sutil
de resistencia.

SOL

Es de eso que estamos enfermos: noches donde el aire debió ser
como de cristal, así de delicado y evanescente para todos,
pero para algunos fue un humo negro, traído desde el fondo de los /basurales,
desde esa órbita del dolor que gira alrededor de un cuerpo
cuando está malnutrido y tiene miedo de lo que puede venir a lastimarlo, porque hasta la hoja seca que trae el viento
es filosa como la cuchilla del matadero para quien no tiene
manera de defenderse. Es de eso: de los males que se depositaron
como granos de arena a lo largo de los días,
hasta que desataron por acumulación una catástrofe
que pareció espontánea, caída por sorpresa.
No hay desastre que no nos haya rozado antes
en forma de tristeza, pero si no es nuestra tristeza seguimos adelante, como si no nos hubiera pasado así de cerca. Ay de la ingenuidad
con que a veces pensamos que la indiferencia protege:
es un techo lleno de goteras que va a quedar deshecho
cuando caiga un temporal lo suficientemente fuerte sobre nuestra casa, que no es un rancho abandonado a su suerte
allá donde no alcanza la vista, pero que tiene las raíces carcomidas
aunque aparente ser un árbol robusto. A la hora en que algo se desploma, da igual si parecía hermoso y fuerte. Es de eso
que estamos enfermos: de los días felices,
resplandecientes de verano donde no faltaba nada, y crecíamos mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que dábamos,
sobre quiénes caía, de qué luz los privaba.

(De La cura, 2014, inédito)