SYLVESTER, SANTIAGO E.
A LA MEMORIA DE MARCELO LONA
Hace doce siglos
Ssu-Ma Cheng vivía entre la afirmación y la duda,
requerido por las cosas
y trabajando en su oficina
donde era diariamente consumido.
Hastiado de sí, y de todos,
creyó ver en la mar el Puro Extasis,
la última realidad, ilimitada,
y se dio a él
como a un deseo impostergable.
El mar fue su última esperanza,
el último recurso de su amor negado,
y tanto quiso asirlo
que lentamente, como un pequeño protoplasma,
se disolvió en sus aguas.
(Tal vez era otoño en su país
y Li Po, su amigo, bebía como siempre.)
Esta fue, brevemente, su vida.
Si no hay un mar que contenga la pasión
y el cuerpo débil (cada vez más débil)
de Ssu-Ma Cheng
tampoco existe salvación para nosotros.
(De “Palabra intencional” 1974)
ACERCA DEL AMOR
III
Comenzamos diciéndonos lo de siempre
los halagos comunes que favorecen los comienzos
y hacen de la realidad
una amable apariencia;
y as�, sin darnos cuenta,
fuimos creando fantasmas cuya cortesía
tenía necesariamente que cansarnos.
Entonces añoramos lo contradictorio y palpable,
el olor del cuerpo, la cuchara en la sopa,
el uso diario
de llamar a las cosas por sus nombres,
y preferimos esta realidad
donde hemos vuelto, el uno,
a ser materia infinita para el otro.
(De La Realidad Provisoria, 1977)
ARTE PO�TICA
Desde el nombre de este poema
hasta lo que se dice generalmente en él
debe ser guardado en un cuarto de depósito
entre sillas rotas, daguerrotipos,
valijas en desuso
o mejor aún
enterrado en el fondo del mar con el suicida de turno.
Ya hemos perdido las alas del cielo
y como se sabe
no estamos tampoco en el infierno;
¿qué hacer entonces con nuestro cuerpo
cargado de sudores y de gravedad
que nos arrastra entre papeles, horarios de oficina,
violencias (la vieja partera de la historia)
y nos obliga a defender con sexo y dientes
la vida en tierra?
Sabemos que ya no sirven las palabras sonoras,
las contraseñas sociales, los endecasílabos,
la lira y el laurel,
y que ya es una traición a Dios
invocarlo para que sea un prestigioso
guardaespaldas del poema.
Sabemos que nos sirven pocas cosas
y que debiéramos empezar de nuevo.
No sabemos qué será de nosotros.
(Esto lo sabemos también).
EL ALIMENTO
(a Gastón Carol)
Está comiendo, come desesperadamente,
traga la comida, sostenido
de la pata de pollo como un náufrago,
unido a la vida por el plato de sopa,
abrumado sin embargo
por la momentánea anulación del mundo,
reducido el mundo al plato de sopa,
al plato de lentejas
por el que todavía
se venden todas las primogenituras
y otras cosas de más actualidad.
Todos los días, a esta hora, come
y no sabe (no tiene tiempo para saberlo)
que la oficina, los Bancos, la familia,
la vía láctea,
el viejo eje del mundo,
lo obligan a comer
porque necesitan que siga viviendo,
que se fortalezca,
que engorde como un pavo de Navidad.
El es el alimento.
* Nació en la ciudad de Salta en 1942.
EL BALANCE
No se puede esperar demasiado de este año.
Hemos cambiado de ciudad, de ropa,
de costumbres;
y otra vez amigos muertos,
otro año para enumerar formas
de la melancolía: ropa colgada en un día de lluvia.
Hay una lucidez que hemos perdido
(para siempre, como ocurre
cada vez que podemos lucidez)
y no es posible saber en qué momento
comenzó el error: demasiada pregunta
para un país barrido,
para tanta gente que estalla bajo el sol
como una gárgara.
El balance no ayuda demasiado,
y el aire sigue afuera
pidiendo desesperadamente que lo dejen entrar.
1978
(De �Libro de Viaje�, 1982)
EL BAR DEL PUERTO
Tendremos que buscar otra tabla de salvación
ahora que las razones se nos escapan de las manos
y no resuelven el porvenir.
Afuera cae una garúa interminable
y este humo protege al que indistintamente
prefiere el bien
o el mal
o lo que debe ser;
mientras un hombre mira al mar que retumba
y que no le sirve para nada.
La vida sigue con sus anuncios, aquí y allá,
incluso donde se echa a perder;
y nosotros, a su imagen,
somos el comediante ruidoso, el penitente
con su gorro estrafalario,
el mensajero que desconoce la noticia que lleva.
Gente a manotazos, pero con el orgullo intacto,
con el viejo cuento del ángel caído,
que sin dar explicaciones llega al borde
y se detiene como puede.
EL INCENDIO
EL INCENDIO
¿Qué haríamos si después
de tantas palabras inútiles (apuestas
por la paz, reflexiones, mensajes de amor,
promesas de justicia)
un hombre aprovecha la caída de las hojas,
rodea la ciudad
y le prende fuego?
Seguramente hartos
con el trajín de los bomberos
diríamos basta, desaprobando una conducta
que sólo quiere, como la prepotencia,
mostrarnos su propio exceso.
Y seguiríamos hablando, esperando el invierno,
arropados , como otras veces
con nuestra manera particular
de sobrevivir correctamente entre las llamas.
EL PACTO
Yo cantaba canciones sobre los líos
de mi tierra: los amores ásperos de mi tío en Friesland,
las despedidas
o la bulla que la ginebra pone en los marineros.
Me había instalado entre los dos museos,
en el paso obligado de los turistas
porque todos dejan monedas cuando se sienten libres
y también porque yo (una mujer
cantando en esa galería de piedra)
era para ellos una buena anécdota.
De pronto dos hombres se pararon frente a mí.
Me miraban con esa avidez
que sólo he visto en la imposibilidad de distraerse;
y en las monedas que dejaron en la gorra
sentí que no pagaban un momento amable
sino que intentaban algo contra la fugacidad,
una manera de conservar un esplendor instantáneo
en el que yo estaba desesperadamente incluida.
Puse toda mi fe en que eso fuera cierto,
el instinto de conservación
aceptando la propuesta;
y en cumplimiento de ese pacto
todavía a veces canto para ellos.
EL TAPIZ
Tiene unas franjas amarillas
que pueden ser el sol,
y otras blancas el agua, o una nube,
o no importa qué cosa
porque las posibilidades son infinitas
cuando se trata de materia dispersa.
En su centro hay un pájaro
que no vuela
sino que está plantado tenazmente
entre las cosas que sugieren el mundo.
Un día lo puse en la pared
y pienso ¿qu� sería de él, de todo eso,
si no comiéramos con mi mujer
en este lugar de la casa;
si no estuviera colgado junto a la ventana
donde el viento hace temblar
las arañas que pasan por el borde?
HAMLET EN EL MERCADO
También nosotros podemos, como Hamlet,
sostener la calavera
y hacer las conjeturas de la angustia
preguntas sin paliativo que sólo tienen, como él,
un estado de emergencia.
Algunos sin embargo, no preguntan:
usan la calavera para abreviar la desgracia.
Ahí está, por ejemplo ese ciego
que cambia ceguera por conmiseración,
la puta de ojos exagerados que no cree en los hombres
pero los acoge con amabilidad,
el niño-monstruo, el pintor sin brazos,
el sordomudo hábil en juegos adivinatorios,
el gitano de la cabra que saca aplauso de la miseria de
ambos.
Cada uno con su calavera,
con su sonrisa en mitad del espanto,
ahuyentando la duda con voluntad socrática,
conociéndose a sí mismo para poder comer.
LA ANTEPASADA
a Raúl Aráoz Anzoátegui
Quiero que me dejen sola
dijo la mujer -mi antepasada-
sintiendo la inminencia de su muerte.
Demasiado joven (ya nadie sabe
cuándo, exactamente, sucedieron los hechos)
se casó en esta tierra con su primo
quien estuvo enamorado, sobre todo, de sus ojos azules.
(Aunque esto no es seguro
porque el retrato no es fiel a ese detalle,
otras memorias coinciden en lo mismo).
Después tuvo muchos hijos;
algunos poblaron esta tierra
y otros se fueron
sin dejar ni el recuerdo de sus nombres.
Cuentan que siempre vivió para la vida,
tal fue la intensidad con que lo hizo;
pero sólo quedan anécdotas
que más sería un ultraje recordarlas
ahora que ni el viento busca sus huesos.
Cuando supo que la muerte rondaba la casa
prefirió recibirla en el dormitorio
entre sus cosas más íntimas: retratos
dos a tres libros, una vieja carta;
algo así como rodeada de sí misma
porque sabía que la muerte
no la buscaba solamente a ella
sino también a todos sus recuerdos.
Quiso estar sola
y esperó dócilmente que la muerte llegara;
pero en el último instante,
sintiendo una espantosa necesidad de la vida,
gritó desesperada
¡Señor, destruye al mundo conmigo!
Y el mundo fue destruido para siempre.
LA ÉPOCA, LA VIDA Y LOS MUERTOS
La vida dispone la tentación de la carne,
la asimilación de la comida,
el funcionamiento de las glándulas
y la dignidad de comprobarlo.
Esto nos reconforta
porque ahora, casi sin convicciones,
sin un significado que consuele
pero buscando una intención en todo,
todavía nos queda la esperanza de que la vida
disponga finalmente la resurrección de los muertos
(de los muertos y los desaparecidos)
para que también ellos ayuden a ordenar
esta materia desprestigiada que tanto amamos
y que tiene un largo porvenir entre nosotros.
LA SEÑAL
Siempre veo en sueños este pueblo:
casas bajas, de adobe,
y un polvo cayendo del cielo como un defecto de la vista.
Hay muchos perros en la calle
como en los pueblos de la puna: perros sin dueño,
sin dónde ladrar, comer, fornicar;
perros imprescindibles, como en la puna, para que ese
ese pueblo exista.
Un hombre saluda siempre a otro
y dice ya han empezado a visitarme los muertos,
señal de que pronto moriré.
El muerto que lo visita soy yo,
el que irrumpe en el sueño, le aflige la memoria
y se despierta;
entonces el presentimiento se cumple
y todo es la oscuridad
de un cuarto cargado de libros
agobiado de tabaco,
y un hombre sudoroso que tantea la luz
y se levanta en busca de agua.
LAS CASAS
Las casas se pusieron inhóspitas
y tuvimos que abandonarlas a su suerte.
Primero fue la casa de los patios
donde la infancia ponía expectativa en ciertas plantas
que todavía ofrecían protección
y en una muy querida forma de llamarnos a la mesa.
En otra casa las chirimoyas ordenaban una majestad
y el juego de los hermanos se escuchaba
como una premonición que seria demasiado dolorosa
si alguien insistiera ahora en recordar.
Después fue la casa donde la humedad del río
se nos pegaba al cuerpo como las piernas
de una mujer que nos enloquecía,
y hasta la sombra crujía de deseo, y una lengua
nos buscaba la lengua
con la voluntad desesperada.
Y las otras casas, con amigos hasta el amanecer
con hijos, con poemas,
con pequeños olvidos (apenas distracciones
que sin embargo después
venían a buscarnos desmesuradamente).
De todas las casas nos hemos ido.
Y cuando creíamos que ya nada quedaba de ellas
apareció una hoja en el suelo, un grito subrepticio
en un cajón el cuaderno de la escuela
con los cuidados de la madre, un botón, el canto del gallo.
Qué hacer entonces,
si no queremos coleccionar fracasos
ni objetos distraídos que se olvidaron de morir,
sino juntar los pedazos que sobreviven dolorosamente
y dejarlos caer por la ventana de este cuarto piso
como quien tira una corona de novia al mar,
como un globo lamentable que aligera su carga.
Restos queridos a los que decimos adiós con la memoria
trastornada.
LAS PALABRAS DIARIAS
La cuestión es entender la intención
de las palabras que usamos empecinadamente:
las que grita el diarero,
las que el lechero murmura entre los vapores
del amanecer,
las que giran obsesivamente en la cabeza del loco,
las que el cartero lleva sin saberlo en su bolsa.
Son pocas las palabras que sostienen la realidad
y que podrían destruirla con su sola ausencia;
son las que usamos para explicar nuestra porción del mundo,
las palabras de nuestra convicción,
de nuestra íntima apuesta.
La cuestión es entender la intención de las palabras,
esa armonía sin énfasis que se parece al destino.
MUJERES EN EL CEMENTERIO DE LA GUERRA
Que no prosperen el temor ni el odio
decía el muro del cementerio
y nosotros decíamos que los muertos de la guerra
son los que no descansan acunados por sus hijos,
los que nadie recuerda por el olor de un tabaco.
Esos muertos murieron
en el invierno de 1942
y regresan todos los inviernos a Leningrado,
pero la primavera
(que sabe que cada hombre es lo que vive)
disipa deliberadamente la tristeza
y no olvida las flores de las márgenes del Neva.
Las mujeres llevaban ofrendas
porque era excesiva la carga de esos muertos;
dejaban sus flores
y tenían el corazón en calma.
Esas mujeres nos enseñaron que los muertos
no deben alentar la melancolía,
y los rescatan con flores, con papeles,
con luz dispersa,
porque ellas saben, como la primavera,
que sólo la vida es necesaria para la vida.
NUEVAS PALABRAS
Tahona o almoneda, por ejemplo: hermosas
palabras que hemos empezado a usar
considerándolas como de nuestra casa.
Las palabras nos ayudan a saber
que también esta ciudad puede ser la nuestra
y que la memoria negocia su carga.
Unas palabras se desplazan
para que otras ordenen la variedad
y el conocimiento se acomode como un ojo flexible.
Aunque también es posible lo contrario:
que nada reemplace a nada, que cada cosa
sólo sea el simulacro de otra
y que el cuerpo sea un sobreviviente,
lo que más tarda en morir.
PERRO DE LABORATORIO
encanecido
de huesos no de espumas.
Quevedo
I
Siente piedad por sus testículos al borde de la mesa,
por su cabeza tan dejada de Dios,
por su hambre, porque nunca volverá a comer,
por su perra que ladra en el desierto,
por su memoria atolondrada
que lo hace orinar en los malvones.
Y luego de apiadarse, lo ata,
ausculta, desinfecta,
prepara los detalles: no siente piedad
dos veces por el mismo perro.
III
Salta charcos, se esconde en la leñera
después vigila
o ata cabos detrás de la puerta,
ladra al camino
y busca perra cuando la tierra explota.
Finalmente abre los ojos
y sólo ve la luz en el cuarto asfixiado:
pega la lengua al paladar,
sabe que el ojo es ciego,
la oreja sorda
y la tierra redonda, estúpida e inmortal.
V
El aire lo rodea atentamente.
La luz que lo ciega desde el techo
como la visión sagrada,
lo ilumina atentamente.
El frasco de sangre lo reconforta atentamente.
La bandeja de pinzas, abierta
como un abanico del infierno,
está a su lado atentamente.
La mesa lo sostiene atentamente,
y también las correas que lo ciñen
le impiden el salto atentamente.
El hombre se le acerca atentamente,
se pone los guantes
y le toca atentamente la cabeza.
Y él mira todo atentamente,
con una atención
que no pude entender ni controlar.
XIII
No sabe morir, pero es lo mismo.
Siente la raspadura
y piensa es la muerte.
La sospecha lo obliga a precaver,
lo vuelve astuto.
Circula sin emoción, buscando
sólo el alimento,
pero ¿qué hacer si las cosas pierden prodigio,
se achican
cuando se las ve de cerca,
y el hueso también se desmerece?
Inventa historias, hace planes
de huída, simula
un nuevo peso en los omóplatos;
pero no hay apuro: mañana
será el mismo día.
No sabe morir, no sabe
si va a morir, y se aproxima;
busca el hueso, la certeza,
amontonado como una cantidad.
XVII
El ojo vuelve a su propia esfera,
la boca lo abandona, la lengua
lame a su pesar,
las patas pisan donde él no está,
y la cabeza ladra o escucha desde afuera.
Hasta la memoria se aleja,
se confunde a propósito
o inventa un dueño que lo excluye.
Lo han dejado solo,
sin bordes que atestiguen por él.
Y aunque ladra, corre o aturde
con noticias,
gira sobre el eje, puro centro,
y no puede asomarse.
XXI
¿En qué momento un lugar
se transforma en casa, la soledad
en vínculo
las paredes en el refugio
donde la memoria embiste sin peligro?
No ve las rosas pero las imagina,
no imagina el sexo
pero siente su olor saliendo de las superficies,
no ve ni se imagina los calmantes.
El oxígeno, los líquidos,
lo aturden en alguna parte;
y no entiende por qué se ovilla en un rincón,
responsable como un feto.
Luego cruje la ventana,
y es el único dato comprobado.
Sabe que la soledad no vincula
que el refugio impide,
y abandona la casa.
La casa, tan ávida de él
de su disolución.
XXVI
Un perro ladra detrás de la pared,
otro en la calle,
hace temblar la puerta, sacudida
con tanta excitación,
y otro saquea la intimidad
cuando no encuentra forma de manifestarse.
El responde
y todos ladran a la vez.
El hombre de blanco escucha esos ladrillos
necesitados de configuraciones,
de referencias palpables como piernas
o manos,
y no encuentra asistencia
cuando de todas partes lo buscan
y ladra la pared, el vecino,
y el instrumental lo rodea con su coro,
y el hijo le ladra, y la mujer
estalla entre sus brazos
como un ladrido en legítima defensa.
Entonces corre, quiere huir,
Esconde la cabeza;
pero la cabeza también le ladra,
el mundo se llena de ladridos,
y nadie llega cuando él empieza a ladrar.
(De Perro de Laboratorio, Inédito)
UNA NOCHE EN LA PLACE DU CALVAIRE
Los mendigos fumaban restos de tabaco
y se reían como si el mundo les perteneciera.
Una mujer, borracha, dormía como acunada por su madre
entre diarios viejos, moscas
y los harapos del mundo
donde creí reconocer la bufanda de mi hermano
pedazos de mi camisa,
botones azules que no servían para muestra de nada.
Uno al otro se cuidaban
porque sabían que no es fácil morir.
Estaban como en los juegos de la infancia
-sueltos, unidos sin memoria-
y en medio de ellos, asombrosamente,
un hombre rubio tocaba el violín
como si fuese un oficiante
que anunciaba el buen tiempo para los desamparados.
Tenía una corbata verde, lo recuerdo,
y movía armoniosamente la mano,
guiada por la música como por una profecía
y no dejaba su sombrero en el suelo
ni pedía clemencia o tregua a la ciudad.
Más de una hora estuvimos escuchando la música
que no era de esa ciudad sino de todo el mundo
(de todas las plazas, de los caminos que dan al mar)
y de nuestra fe sin amparo
que nuevamente se perdió entre luces, carteles,
mujeres de mirada triste
y galerías humosas.
(Este poema fue escrito para recordar
una noche de 1974
y esa música libre como un gesto inútil.)