VINDERMAN, PAULINA
1
Hemos decidido permanecer hasta la boda.
Anoche enhebré el collar de cuentas verdes
como regalo para la novia, que está trenzando su pelo
por última vez.Festejaremos la pasión organizada,
(domesticada)
con cierta nostalgia impresa en el porvenir.
Los manteles se agitan con el aire del río,
y los cabritos tienen los ojos dulces, casi bordados
en mi corazón de viaje:
el que parece un alfiletero de franela roja,
el despiadado, decidido, inmutable.
El otro está exhausto de tanto medir la compasión
en vasijas para el agua.
Sé predecir la herida,
pero nada puedo hacer salvo escapar.
Las partidas
(desfallecimiento y promesa)
me hacen remontar la pena y el amanecer
como palacios que se abandonan por el frío.
10
La única poesía que ilumina es la que arde
y ningún mar será más extenso que mi imaginación.
Pero los sauces llorones se inclinan demasiado,
(para mi orgullo) ante un sol despótico
y no puedo dejar incendiarse a mi soledad
sin poner en peligro al bosquecito cercano.
Finjo la serenidad que nunca tendré, el reposo
que jamás encontraré.
Y lo hago bien, más que bien: una parodia esmerada a las puertas del cielo.
Soy un árbol clásico, de los que dibujaba
en mi cuaderno, esos de tronco oscuro, que
no se doblegan fácilmente y no conocen el dolor
de la palabra árbol.
12
En este lugar la soledad se llama adobe
y los colores salvajes de los muros no la disimulan.
Ausencia, flores de ausencia.
Personas mudas como bultos mudos
zumban entre calles de seda y una tierra hueca
y luminosa.
¿Cuál fue el hechizo que los enmudeció?
¿O fue una pena?
Mis palabras desbordan intemperie y conjuro
y se derraman en el patio donde vive un gato
de pelo de lince.
Elijo un nombre para él, que brilla en la mañana
como una luciérnaga trasnochada.
Su diminuto corazón oye música por primera vez.
El mío —apretado, patético— permanece adherido a
la fábula como el buen falsificador a su único talento.
De Hospital de veteranos
3
Hoy vino la muerte. Es bella y callada
pero los gatos se asustaron.
Se llevó a Concepción, la tejedora
de la casa amarilla junto al mercado.
Se la ve pequeñita y oscura �como una lenteja�
dentro del bote,
el bote que empujarán a la corriente, al río del río.
Antes la cubrimos de muñecos de trapo, coloridos, imperfectos y torpes, como la vida.
El sol brilla como el de los tapices
y los perros tienen los ojos cenicientos y solemnes
como los míos.
Ojos de ceremonia y de señuelo.
Hoy vino la muerte. Desandamos juntas
el sendero hasta el cruce.
Es turbia y neutral, como el río,
como mi tazón de aluminio, como mi corazón
que es todo río.
8
La región espera la lluvia como yo el poema,
los árboles deformes como orejas deformes,
las bocas ávidas como perfectos copones de bronce.
El calor como un techo demasiado bajo,
la postergación como emblema.
Me siento a mis anchas, yo también, a esperar.
Nadie sabe que danzo como una loba vieja
sobre una terraza que arde.
Que recuerdo los bosques y colmillos filosos de mi vida
en la rogativa.
Cuando, al fin, las gotas empiezan a caer
sobre los baldes y las ilusiones, corro a atrapar
las palabras que el cielo envía:
pobres pájaros que enjaulo sin misericordia.
9
Ese hombre habla en miedo
y el miedo es un idioma duro de entender.
Se disfraza de hostilidad, envenena el silencio,
lo hace girar extraviado, sin jardín alguno
donde el relato pueda confiarse, volver a ser
una canción de náufragos al calor del alcohol.
Me destina una habitación que semeja un armario
(ni siquiera hay una biblia en la mesa de luz)
¿Será mejor pensar el mundo desde esta celda?
Un cartel imaginario dice:
La búsqueda del tesoro empieza aquí.
La poesía lleva tatuado el jeroglífico:
el arte de ver el vuelo de los gansos salvajes
(desde mi ventanita)
como si me perteneciera.
AHORA MI ÚNICO PADRE ES EL TIEMOPO…
Ahora mi único padre es el tiempo,
y su rara compasión espera por mí,
me mira fijamente desde un despeñadero.
En el camino, las hojas de los olivos
parecen plata manchada a la luz de la tarde.
Los pájaros prefieren los árboles con ramas
muertas,
pueden lanzarse al vuelo en cualquier dirección.
¡Ah! Hacer un fuego sobre el montículo de
orfandad con ramitas muy secas.
Aprender a ver la vida
como un campamento provisorio:
cenizas y café con obsesiones por la mañana,
ceniza de acacias para entrar al desierto.
Inéditos
BULGARIA
Si el infierno fuera un color
ése sería el color de la piel de mi padre esta mañana.
Carver agregaría huevos revueltos en la sartén,
una hornalla carcomida, palabras pesadas como piedras,
piedras del color resinoso del suburbio.
Un perro amarillo olfatearía los restos,
y la enfermedad y el espionaje.
Pero no puede haber perros en el departamento de mi padre.
Hay un vaso irrompible de té a medio tomar
atrapando el sol
entre el reloj pulsera y una estación de tren
que emerge de la llanura más próspera de la tierra.
—Anoche soñé —quiero decirle— que sacaba un
pasaje para Bulgaria.
Pero es difícil hablar de sueños a un hombre como mi padre.
Ni sueños ni palabras. Escasas acciones (como
luces de linterna), salvatajes prolijos de rincón.
No entiende de plasticidad, no entiende de confianza,
él sabe de los bordes del mundo y de sus héroes
pero reduce su lírica a cenizas
y las guarda en su valija de cartón.
Aquellas estaciones de tren deciden su escenario,
el único que acepta
(por poco tiempo y esa es su tragedia:
el exilio, el no volver.)
Se diría que siempre lo espera
una partida de cartas sobre una mesa improvisada
con durmientes. El jefe de estación, el boticario,
el comisario del pueblo, a veces nadie.
A veces juega contra nadie, mi padre, en un vacío
que domina.
Un pacto de silencio con el destino.
Ni sueños ni palabras.
Ha roto con paciencia infinita, a lo largo de los años,
todas mis cartas
y conservó los alambres, cortaplumas, sacacorchos,
una agujereadora anaranjada y un cuadro
donde el mar está pintado con tan poca fe
que no sabe si quedarse cuando llegue la noche.
Ni sueños ni palabras.
Aprieta mi mano sin fuerza,
sus dedos se mueven buscando una oportunidad,
no una certeza:
mi presencia imposible en un muelle, una bodega,
con un perro de otro que husmea un viento de río
frente a un horizonte incendiado.
—Anoche soñé que sacaba un pasaje para Bulgaria—
quiero decirle.
Llego a una ciudad amplia y resuelta, apoyada en un
mar interior (un mar de manual, con muchos barcos enhiestos.)
Inexplicablemente la ciudad está callada
y resuenan mis pasos sobre las calles.
Universidad, dice un cartel,
y otro me envía a las ruinas de un templo griego
que instala la armonía en mi ceguera.
Feliz y salvaje por haber escapado,
devoro una salchicha contra el portón de hierro
de una fábrica.
No me despertaré, me digo, no sabré nunca
que no estoy tan lejos como pensaba,
no me dolerá odiarte: como cien cuchillos,
como mil inviernos, como el anillo que estrecha
mi nombre y el tuyo,
como el lustre opaco que le dimos al encierro,
esta ausencia trabajada, padre, del color de tu piel.
EL MUNDO SE ESCRIBE EN MANUSCRITO…
El mundo se escribe en manuscrito,
dice el monje señalando mi cuaderno y se mueve en la tiniebla como un bailarín, buscando
una lámpara.
No pregunta quién soy, no le importan
mis mapas pegados con scotch ni mi sonrisa mustia.
Me dará un té oscuro para la oscura fiebre
(¿cuánto tarda en curarse un corazón quemado?)
y un mosquitero.
Dulce tafetán verde,
el cielo es una tajada de río que
pone distancia a la comprensión.
Sólo entiendo a la lluvia
cuando cae sobre el calor como una mano flaca,
como témpera sobre el papel, arrugándolo
todo en la vigilia.
Solo entiendo a la soledad
como un lenguaje que habla por su cuenta,
así mi piel enamorada una vez,
así la prehistoria de un sueño.
Caigo en el fondo de la noche y
se disuelve lo que escribo
(una vez me dijeron te quiero en el fondo
de un taxi.)
¿Qué recordaré cuando regrese?
El chillido de los insectos.
La música irremediable del dolor. La suavidad del mosquitero,
la suavidad de las reglas de vida.
La vanidad oculta de mi lágrima.
EN MI COLLAGE, HAY UNA LUNA ASOMBRADÍSIMA…
En mi collage, hay una luna asombradísima de mi presencia en la tierra todavía,
y un cascote rojo pegado a la palabra puente,
escrita con pincel sobre algo parecido a un muro.
¿Huelen el encierro?
Siempre se hace tarde en ese lugar
y nadie responde el para qué.
La oscuridad es una razón, una lógica inmutable:
está hecha de los corazones de las barajas
que usaba en mis castillos.
Bajo el negro de humo está el lobo a mi puerta
(esa puerta recortada de una foto).
Lo acariciaré en el umbral, lo miraré hasta el fondo
de sus ojos de oro inconquistable.
El miedo y la muerte no tienen su figura,
están pintados de blanconada en el rincón derecho
como símbolo de una boda en la nieve,
de la música que no se oye salvo en la inexistencia
de todos los reflejos.
¿Pueden tocar el dolor?
Es una noche sin palabras,
es tu amor distraído detrás del alambrado visible
I
Cuando el otoño llegue va a empezar la novela, dice,
y señala en el aire un café como quien señala el destino,
dueña de esa música ambigua y perfecta que crea el corazón.
Habrá un sueño para seguir, en un paisaje carbonizado.
Un río para seguir, de orillas monótonas
con árboles dormidos como grandes elefantes.
Habrá pequeñas anotaciones en los bordes de las hojas
como si la vida interfiriera,
como si chamuscara un pergamino para envejecerlo,
como si la memoria recortara en papel glacé
las indecisiones, la epopeya privada.
Planea los silencios, la inconstancia, la vaguedad
como focos de poder
sobre lo que no se puede recordar pero se sabe.
Un abanico para su fiebre cuando surja:
Pensar la aridez
en el atardecer del pueblo más opaco, menos elocuente
que pueda dar una escenografía
a la emoción crónica de la realidad distorsionada por el arte.
La flauta del pastor en el museo local.
Las murallas bajo la amplitud de la noche.
Y una fuente, donde sentarse a conversar con el personaje, todavía huraño, todavía presuntuoso,
en el centro exacto de su historia.
II
Otra vez cúpulas en el poema, otra vez la ciudad.
Las travesías se volvieron copias
de ciudades tocadas sólo por supervivencia,
para regresar a la mía.
Como si ella contuviera todos los números, los secretos,
las pasiones del mundo.
Alguna vez una calle me devuelve el desierto
y cuando oscurece,
las sombras de las bolsas de basura
son instalaciones de museo, que sólo puedo ver
cuando mi memoria agotada olvida el mar, aquellas grúas
detrás de las cercas, la mujer del turbante azul que
me vendió la caja mágica y la oportunidad
de atesorar mis miedos como mariposas atrapadas
en la belleza de su oro.
Hay que aprender la asfixia como se aprende un idioma.
Nadie llorará por la ausencia de las alas contra el cielo.
III
Puerto Viejo
es el nombre del café y hay un hombre en el fondo
fumando en pipa.
Las ciudades se definen en sus puertos
(o en su carencia), pienso,
en lo inexcrutable de los extravíos y la espera.
Me inquieta este antiguo golpe del corazón,
esta mirada directa de cuando era chica,
que partía en dos los secretos de gente muy quieta
en las habitaciones silenciosas del verano.
Perro entrenado para escribir la luna,
la espero en la huída de esta tarde, frente a las tipas de
la ventana, como si fuera un puente tendido expresamente
para no regresar
(lo demuelen después que paso, sin ceremonia.)
En este pequeño sitio debo construir algo que se anude,
como un puerto a la ciudad.
Y digo puerto como digo abrigo, como digo existencia,
erguida sobre la memoria, orgullosa
como la pintada sobre la pared de la fábrica.
¿Qué es escribir sino modificar la respiración
de las ciudades?
El hombre de la pipa ordena sus cosas para partir.
Tiene ojos duros, como cristales de botellas,
preparados para el calor y la soledad:
un personaje de London en el trópico, de camisa gastada
y manos bruscas.
¿Debo averiguar su historia o inventarla?
Mientras la noche viene, me cambio de mesa
para aspirar mejor el olor de la pipa que flota todavía
como un barco fantasma, sobre las historias muertas,
caídas de bruces sobre los papeles.
“El zorro se comió a la fábula”, me grita, la pared.
IV
Este verano se parece a un pueblo todavía humeante
después de un bombardeo.
Del otro lado del río, en la bruma, un bote
está listo para llevarme a la frontera.
Si la metáfora suena dramática, es para proteger
esta ausencia sin brillo, el riesgo de una soledad en sordina
y a repetición.
Las heroínas no huyen del calor
ni de los muñecos quemados entre los escombros.
Hay que llegar (del otro lado), y escribir.
Y escribir es despojarme página por página
de un nombre anotado demasiada vida.
Amo este balanceo en la nada,
los recuerdos como linternas en la noche que atraen a los animales y los alejan de sus cuevas.
Mi cueva es este verano inmóvil, metafísico,
casi reverente.
¿Hay alguien ahí?
No es fácil de entender tanta certeza, duele el mundo
y yo soy el mundo.
Un galpón atestado de maniquíes de vidrio
para verles, de lejos y cerca, los hilos de la repetición.
LA MUERTE DE LA IMAGINACIÓN
“Lo que más temo es la muerte de
la imaginación”.
Sylvia Plath
El corazón no tiene quien le escriba,
nadie se atreve a cruzar la noche remando
en la intemperie
(nadie se ve)
Y si no fue más que un amor negro, susurrante
que nada da,
el viaje más lejano fue el de mi cabeza
hacia su hombro
(el más inútil)
La rama golpea en la terraza
pero es solamente oscura. El miedo
se sienta a comer un pastel en la cocina
(y dice que es real)
¿Alguien pudo tocar a la desesperación?
Terciopelo, papel de diario, una lata oxidada,
no hay vacuna contra las superficies.
El mundo es un hueco tapado con barniz
(y no respira.)
V
Bichito colorado mató a su mujer
con un cuchillito de punta alfiler.
Le sacó las tripas, las puso a vender:
�A veinte, a veinte, las tripas calientes de mi mujer�.
Copla infantil anónima
¿y dónde empezó la historia?
�¿Dónde están sus monumentos, sus batallas, sus mártires?� *
Viajo para encontrarme con aquella crueldad y aquella
fuerza
de los sufridos gomeros en los balcones.
Ningún mar, ningún pájaro, ningún acantilado.
Mojo la pluma en el tintero y calco reinos de pesadilla
sobre un hule floreado.
Busco el lugar del resplandor
entre muebles demasiado grandes para la habitación. Así después caminaré pueblos
casi ocultos por la melancolía del sábado,
con infaltable perro solitario, esperanzado y ocre
(del color de la tierra, del color de la piel)
esperando una flor en el tacho del traspatio,
el almuerzo del domingo
y un lagarto que fosforezca como la música de ayer.
Un ómnibus infinito entra en la noche,
cada vez más rápido, cada vez más profundo
y deja atrás autopistas silenciosas, caballos, bahías
apacibles,
ciudades acunadas por un viejísimo rumor que creo
reconocer
en algún punto de algún lugar del mundo donde la canción
�la sombra de la sombra de la vida�
no signifique el lujo de la victoria, bajo otra luz
que no sean las estrellas.
De El muelle